impresiones del crepúsculo

martes, septiembre 27, 2005

III / Antología de El Dorado. 2002

Hoy recibí la triste noticia de que no existes,
me tomo sentado en el café de siempre,
mi vida se disuelve en la taza,
trato de rescatar del fondo la gracia de tu aliento,
la noticia a me siega, dejo de ver tu sonrisa firme,
no es posible la noticia que Dios me da,
harto de que juegues a lo que no se jugar,
¡me largo!, me perderé en el monte
me apagaré en otro río

Guerrero Celeste

¡Soy aztlán y tenochtitlán!
soy hijo de la chuparrosa zurda,
pero si he de morir de amor;
en tu miel
¡que me coman los mochomos!

*Del poemario "Del Monte y otras Bestias" Ganador del:
1er. Premio Nacional de Poesía
Universidad Autónoma Indígena de México 2002

jueves, septiembre 08, 2005

Separaciones

¡Ah! destruida, no te mueras.
te digo pedazo sanguinario,
mordedura insondable,
no estás aqui cosa triste y ardiente.
La raíz de mis labios tiene sentido
solo en tu pecho separado,
solo por mí te hablo, ¿sería suficiente?
solo por esta boca mía que conoció la tu vientre
en la noche del mundo ¿bastará eso?
¿tendrá eso acaso un pie en la vida
y el otro... en las adivinaciones de la muerte?
La ciudad está llena de extrañas mujeres que no se te parecen,
el aire se ha enegrecido con mi melancolía,
todo está separandose, mis manos desprendidas en suspenso,
¡ah! destruida, y esta luz qye va labrando tu nombre,
bajo mi pesado corazón.

Poesía en sábado
David Huerta

martes, septiembre 06, 2005

Libro del Desasosiego (fragmento)


¨Siento el tiempo como un dolor enorme. Es siempre con una conmoción exagerada como abandono algo. El pobre cuarto de alquiler donde he pasado unos meses, la mesa del hotel provinciano donde he pasado seis días, la misma triste sala de espera de la estación de ferrocarril donde he gastado dos horas esperando al tren: sí, pero las cosas buenas de la vida, cuando las abandono y pienso, con toda la sensibilidad de mis nervios, qque nuncas más las veré y las tendré, por lo menos en aquel preciso y exacto momento, me duelen metafísicamente. Se me abre un abismo en el alma y un soplo frío del momento de Dios me roza en las faz lívida. !El tiempo! !El pasado! !Lo que he sido y nunca más seré! !Lo que he tenido y no volveré a tener! !Los Muertos! Los muertos que me amaron en mi infancia. Cuando los evoco, toda el alma se me enfría y me siento desterrado de unos corazones, solo en la noche de mí mismo, llorando como un mendigo el silencio cerrado de todas las puertas¨
Bernardo Soares (Fernando Pessoa)

Sentencia


No te pertenezco fuera del mundo,
no me destierres de tu espacial isla;
no me arrojes al río inmenso de estrellas parpadeantes,
ni a las manos amorosas de otra,
ni a la saliva compleja de amantes jóvenes,
que se descomponen a mi sola presencia.

E.V. 02



Nada está afuera.

lunes, septiembre 05, 2005

Juan+Soledad

—Tocaba la campana de la iglesia la media noche, como si la esperara desde hace tiempo. El retumbar del golpe entre los metales desnudos, era el único sonido que habitaba los pasillos torcidos de polvo y pisadas de carretas. Las personas del pueblo entero descansaban, habían pasado horas sumergidos en el monte espeso, en ese lugar cerca del cementerio, rumbo a la serranía; el lugar perfecto para todas las historias tétricas de los viejos— dijo mi abuelo, mientras lentamente llevaba a su boca una taza con un hirviente café negro y su índice se apretaba entre el asa como si tirara de un gatillo de arma de fuego. El abuelo nos había venido platicando esta historia del mentado “Juan” desde que sé que el viejo al que le huele la boca a un perfume barato y violento, era mi abuelo; jamás le ponía atención, pero, esta vez algo fue diferente, la noche era una impenetrable sombra, en el centro del manto negro Dios había abierto su ojo único sin parpados.
—Acompáñame, pongámonos cerca de la lumbre— dijo el viejo acercándose a la hornilla. Los animales salvajes y domésticos que rondaban el lugar eran, además de mí, los otros escuchas de la historia.
— ¡Empieza ya abuelo!— reclamé con la impaciencia de conocer la historia más allá de lo que siempre escuchaba, y luego soportar que se quedara dormido en su silla, totalmente borracho.
—El pueblo, te decía mi´jo; se hundió en el monte como un machete en el lodo, buscaban a Juan, que estaba desaparecido. Había peleado con Don Fermín, dueño de la ferretería y de medio pueblo. Un viejo mal encarado, avaro y testarudo. El pleito fue por Soledad, la hija del cacique, que desde niña había visto a Juan con buenos ojos, solo que el pobre Juan, hijo de un campesino que trabajaba tierras ajenas y pobre hasta el tuétano, no merecedor del cariño de Soledad; por supuesto, a los ojos financieros de Don Fermín. Juan era querido por todo el pueblo, siempre ayudaba a todos en todo, hasta fue monaguillo de la parroquia del padre Salvador, imagínate. En fin, te contaré mas por la mañana, me atacó el sueño— dijo entre bostezos el viejo sin vergüenza, — ¡por supuesto que no!— conteste de inmediato con un tono de iguales — ¿te interesa entonces?— dijo con cierta ironía —entonces, pues le sigo. Te decía, Juan que en aquellos días tenía 17 años y Soledad apenas rebasaba los 16, se veían a escondidas detrás del quiosco de la plazoleta, entre los arbustos polvorientos junto a las vías del tren, su amor era grande, se les veía en los ojos. Claro, todos en el pueblo conocíamos el amor de los chiquillos, pero guardábamos los comentarios lejos de Don Fermín, ya que sabíamos que se opondría rotundamente. Un día de desgracia, era domingo; claro, todas las tragedias ocurren en domingo, como si Dios las programara de tal modo que todo el periquero de viejas estuviesen desocupadas para guaguarear, y desmenuzar prójimo.
Había venido al pueblo una caravana de húngaros piojosos y sus actos de adivinaciones, todo el pueblo estaba ahí. Todavía no desaparecía la bruma de la mañana, una mañana fría de marzo, cuando Juan ya estaba frente a la plazoleta esperando a Soledad; que seguramente llegaría temprano como había prometido, los piojosos adivinadores apenas estiraban sus cuerpos hambreados entre los primeros rayos de sol.
Hacia las ocho de la mañana el espectáculo casi se terminaba de montar, carpas de colores vivos, música que salía de gigantescos conos pendidos de postes altísimos y una mujer gritaba el menú del espectáculo. Todo parecía marchar bien, Juan se resguardaba tras un tabachín frondoso, tenso como músculo de yegua a punto de parir, Soledad había tardado demasiado, el pasillo formado entre la plazoleta y las vías férreas había sido tomado en sitio por niños, perros callejeros y viejas mitoteras, ¡ah! claro no podían faltar las doñitas de la vela perpetua, que rezaban por las almas de los que nos divertíamos ahí, entre piojos y carcajadas, Pero que cantidad de piojos hijo, inhumana.
Juan sollozaba junto con la campana del medio día, en el mismo lugar donde estaba cuando llegó, no movió sus pies más de lo necesario, llevaba como cascarón de huevo una camisa de manta reluciente, con un hermosísimo bordado en azul claro, hecho por su madre la noche anterior, era menester que se viera como todo un galán, vería a la niña que le había robado el corazón, desde quien sabe cuantos años. El medio día cayó como aceite hirviendo sobre el pueblo y Soledad había fallado por primera vez a un encuentro. Juan arremetió su furia contra un sobre que llevaba sudado en la mano derecha desde que llegó a la feria, había estado dos años con el profe de la escuela, aprendiendo a leer y a escribir, sin decir nada a nadie, hasta que tuvo el valor de escribirle una carta a la pequeña ausente. Llevaba un papel dentro del sobre, ahí decía algo así:

Dicen todos que la soledad es la hora oscura de enfrentarse con uno, para mi la soledad es la hora donde todo se ilumina…Eres una lámpara grande que se enciende solita, apenas oscurece, eres la más silenciosa de las estrellas…

Como no recordar esa carta, era hermosa, jamás supe de donde sacó lo que ahí estaba escrito, pero ese medio día en el corazón de Juan había sangre y fuego. De sus manos calló el sobre y empezó a caminar rumbo a las vías, en sentido contrario una multitud de señoras llorosas se acercaban a la caravana gritando el nombre de Juan, él apresuró el paso para encontrarlas, se pararon en medio del camino y todas, como en un coro perfecto callaron al mismo tiempo; Doña Felipa, la mas vieja de todas la cacatúas esas, tomó la palabra y tomo de las manos a Juan, “mi´jo, la Soledad se murió, Don Fermín le dio un balazo, los cachó mi´jo, los cachó”. Los ojos de Juan se perdieron de su orbita, sus manos se cerraban y bramaba como toro en ruedo, corrió y abrió camino entre la muchedumbre, se fue a ver a Don Fermín y a convencerse de que era una mentira cuanto decían las viejitas. Al llegar frente a la ferretería, su corazón era una maquina sin freno, entró y cruzó el almacén hasta llegar al tras patio de la casa, en el centro del patio, sentado frente a la fuente, estaba Don Fermín, dolorosamente agachado, estrujándose las manos entre el lodo que habían formado tierra y sangre; a sus pies el cuerpo de Soledad, con su angelical rostro sin vida, sus labios todavía estaban húmedos y tibios, Juan se inclinó a tocar la pesadilla que yacía a sus pies, la tomó entre sus brazos y la apretó contra su pecho, y de su garganta como rayo, emergió un grito funesto: ¡No Dios, no! mano derecha, debajo de la camisa blanca, la extensión del brazo un disparo y todo el cielo se inundó de pájaros, Juan volvió la vista y el cuerpo de Don Fermín lentamente se perdía en el agua de la fuente. Rápido llegó el gendarme y sus achichincles, le preguntaban cosas a Juan, él no entendía nada, le arrebataron el cuerpo de su niña, su niña amada, y salió por la calle como perro con rabia, cruzó todo el pueblo, recogió un machete de la casa del panadero y tomó el sendero que lleva a cementerio, nadie quería seguirlo, estaba como poseído— decía el abuelo con la voz entrecortada, mientras tragaba de una botella que se saco de entre las ropas —duele en el alma de cada uno de los que vivimos esta historia hijo, se perdió la figura de Juan entre las hierbas del monte. Todos pensaron que iría a llorar a Soldad en privado, a buscar el consejo del sabio monte, pero no regresó.
Al siguiente día, todo el pueblo se reunió en la plazoleta, se formaron grupos de búsqueda y se partió rumbo al monte. Durante dos días los gritos de todos llenaron de ¡Juan! Cada rincón, se buscó hasta por debajo de las piedras. Llameaba el sol del tercer día de busqueda y a la distancia, un grito segó todos los demás, ¡es Juan! gritó Chuyita y todos nos abalanzamos hacia el lugar —Y, ¿era Juan abuelo? — pregunté rápido, para demostrar que no había perdido detalle de su historia, —Era mijo, era. Ahí estaba su cuerpo debajo de un pitahayo enorme, poderoso; tan viejo como el cerro de la cueva mi´jo, así de viejo. Juan se volvió loco de remate, y con razón, lastimó el tronco del pitahayo con el machete que llevaba, golpeaba un lado luego el otro, golpe a golpe contra la base, cada golpe una lagrima, una plegaria, cuando el enorme pitahayo se oscilaba, juan se tendió en el suelo, le pidió a Dios que no fallara, que aplastara su cuerpo con cada espina, buscaba arrancarse el dolor, solo le quedaba el cuerpo, lo demás murió con Soledad. Dios mi´jo, cumple cuando se le pide de corazón, y Juan lo hizo con el corazón destrozado. De Juan solo se veían los brazos debajo de aquel animal enorme, media como tres vacas y pesaba como furgón de piedras. No murió rápidamente, sus uñas estaban sangradas, rasguñó la tierra caliente mientras se le iba la vida, se levanto entre muchos aquel brazo de la muerte, lentamente chillaban poleas y mulas, de las espinas la sangre enamorada de Juan, casi coagulada, caía pesada contra el suelo. Ahí yacía el pobre de Juan, destrozado, atravesado de lado a lado por las robustas espinas; en su rostro, el poco que dejaron los chanates, se dibujaban odio y dolor conjugados.
El pueblo entero estaba desconsolado, el miércoles anocheció con velas bajando de lado del cementerio…